Algo debió cambiar en mi apariencia porque, apenas entré, el cachaco compañero de habitación, que estaba sentado sobre su cama con las piernas cruzadas y un libro sobre el regazo; al verme, me dijo: “Uy costeño qué le pasó? ¿Se ganó la lotería o qué?”
Mientras que en esa tarde de noviembre me preparaba para uno de los exámenes finales que presentaría al día siguiente, sonó el teléfono de la residencia de estudiantes del barrio Chapinero, donde vivía desde que había llegado a Bogotá tres años antes.
Era mi madre. Antes de saludarla le solté la pregunta a quemarropa: “¿Ya se metió la brisa?” Cuando me dijo que sí, mi corazón dió un vuelco de la felicidad. Cerré mis ojos y volé con los brazos abiertos por encima del mar azul profundo de mi tierra. Por un instante, sentí la fuerte pero fresca brisa de un amanecer decembrino en todo mi cuerpo. La habitación fué inundada por ese único, pero inexplicable, olor a fiestas de fín de año, a vacaciones, a compartir en familia. La alegría me invadió. Aunque realmente estaba a dos mil seiscientos metros de altura, y a más de ochocientos kilómetros de distancia, retrocedí en el tiempo y el espacio, y me ví caminando nuevamente con mis amigos por la Avenida del Libertador hacia el colegio. La brisa aceleraba nuestros pasos o nos paraba en seco. Parecíamos marionetas caminando descontrolados a su antojo. Las peladas de la jornada matutina del Instituto Magdalena hacian esfuerzos por mantener sus faldas bajo control; y las ramas de los árboles parecían estar a punto de quebrarse sobre nuestras cabezas.
No supe qué más hablé con mi madre. Colgué el teléfono y regresé a mi cuarto. Algo debió cambiar en mi apariencia porque, apenas entré, el cachaco compañero de habitación, que estaba sentado sobre su cama con las piernas cruzadas y un libro sobre el regazo; al verme, me dijo: “Uy costeño qué le pasó? ¿Se ganó la lotería o qué?”
Las dos semanas siguientes en las que estuve en Bogotá cumpliendo con los compromisos de la universidad, se desarrollaron con lentitud escenográfica. Todo a mi alrededor parecía haberse detenido. La verdad, no me importaba estar horas apretujado en una buseta para llegar a mi destino; y me tenía sin cuidado la llovizna pertinaz de las mañanas oscuras. Esas dos semanas las viví sobre mi propia nube de algodón. Y debo confesar, que mientras deambulaba sonreído entre la gente por las calles húmedas y tristes de la capital, para mis adentros pensaba: “¡Pobres manes, en un par de días me voy al paraiso y ellos se quedarán aquí jodidos por siempre!”
La brisa o “La Loca”, como le decimos cariñosamente a ese huracán que llega cada fin de año, es el detonante de la alegría y de la locura en Santa Marta. Con ella cambia todo en la ciudad: Desde el azul del cielo y del mar, hasta el brillo de las hojas de los árboles y las palmeras. Los pelaos de Pescaíto juegan con más ganas al futbol. En Los Almendros, las comadres hacen las pases y en la tarde se van juntas pa’l camellón. Y hasta en Maria Eugenia, el cachaco de la tienda le vuelve al fiar al “mala paga” del barrio. Con la llegada de La Loca aparecen también las rifas callejeras, los pickups de 24 horas/7 días, y los tenderetes de juguetes chinos en las esquinas.
¡A esa Loca la amamos! No importa que tengamos que pasarnos los días limpiando las terrazas de las casas donde nos acumula tierra y pilas de hojas secas. La amamos a pesar del silbido ensordecedor que genera contra las ventanas, y que no nos deja dormir en las noches de estrelladas o de Luna llena. No dejamos de amarla ni cuando escuchamos las tristes noticias sobre un náufrago arrastrado por ella hasta las playas de Tasajera o Pueblo Viejo.
Aunque la brisa decembrina se siente en todo el litoral del Caribe, desde las antillas hasta Centroamérica, nuestra Loca es única. Estos vientos decembrinos, llamados Alisios, nacen encima del océano Atlántico, frente a las costas africanas de Sierra Leona, Guinee-Bissau, Gambia y Senegal. Tierras lejanas de donde, curiosamente, también nos llegaron, hace cientos de años ya, la cadencia del baile del negro y el sonido del tambor.
Luego de atravesar el Atlántico y cargarse con humedad del mar, los Alisios cruzan las antillas menores hasta tocar tierra en el continente suramericano. Surinam, la costa venezolana y nuestra hermosa Guajira, son los primeros territorios donde hacen presencia.
Cada vez que los Alisios chocan contra un obstáculo geográfico, descargan parte de su humedad en forma de lluvia o rocío, y prosiguen su rumbo imparable hacia el oeste.
Así que, después de La Guajira, los alisios llegan desde el mar y encuentran en su camino la imponente Sierra Nevada de Santa Marta. El único paso posible para sortear semejante obstáculo es subiendo por la cuenca del río Piedras hasta el embudo formado por dos de los guardianes de la ciudad: Cerro Kenedy (2600 m.s.n.m.) al sur, y el Cerro de Las Bóvedas (1200 m.s.n.m.) al norte. Allí, en lo que conocemos como “Cuesta Rodriguez”, y que también representa el divorcio de aguas entre el río Manzanares y el río Piedras; los Alisios dejan sus últimos rastros de humedad y, como aire seco y benigno, se lanzan con fuerza de huracán sobre el valle del Manzanares.
Si no fuera por la Sierra, nuestra brisa decembrina sería húmeda, malsana, pestilente y pegajosa. Pero no, esa montaña mágica, territorio ancestral de los Tayrona y corazón del mundo, se levanta altanera “enloqueciendo” a los Alisios africanos. De ese encuentro no tan casual de dos mundos nace La Loca y, así, los que nacimos y vivimos en este pedazo de tierrra llamado Santa Marta, quedamos marcados indeleblemente en el alma por nuestra cultura, naturaleza e historia.
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