Generalmente, cuando una norma social determinante para el grupo es transgredida, la posición de los individuos y el infractor frente a esta situación se exteriorizan como emociones: asco, indignación, rechazo y desprecio, desde el punto de vista de un ajeno; ofensa, resentimiento y enfado, cuando se observa desde el ángulo del ofendido y, tratándose de un ofensor: vergüenza y culpa.
Desde épocas inmemoriales el comportamiento de una persona dentro de un grupo ha estado condicionada a muchos parámetros previamente establecidos de manera consensual y, que de una forma u otra siguen siendo determinantes para la consolidación armónica de una sociedad.
Esto trae aparejado un inmenso número de situaciones que le permiten a los Estados, Naciones, Repúblicas o como quiera denominarse, permanecer unido en el tiempo y en el espacio, proporcionando expectativas de mejoría para las generaciones venideras.
La fuerza de estas reglas de comportamiento opera como ordenador de las acciones de todos y cada uno de los integrantes de ese grupo social; dichos actos tienen por su naturaleza dos tipos de apreciaciones, a saber: la autónoma, que no es otra cosa que el juicio de valor que una persona hace sobre sus acciones, tratando de determinar si encajan en los estatus sociales, y la general, que implica la aceptación del otro de esas acciones cuando están acorde a la moral social o, los juicios de responsabilidad a los que se ve sometido el infractor de ese contrato social.
Pensadores como Jürgen Habermas[i] consideran que la importancia de la moral social radica en su suficiencia no solo para ordenar sistemáticamente las acciones de los individuos sociales, indicándoles qué hacer en determinado momento o frente a determinada situación sin transgredir ninguna de las reglas de interacción comunitaria, sino también, proporcionar elementos de valor y juicio para emitir sentencias respecto de los conflictos que indefectiblemente se presentan en el devenir diario de la vida en comunidad.
Esta estructura de valores que un grupo humano legitima como socialmente válidos, son siempre una forma razonada de solucionar las controversias creadas en razón de la convivencia. En las sociedades civilizadas, los argumentos que constituyen la moral social se prefieren para dirimir esta clase de conflictos, antes que la violencia, como sucede en los países en vía de desarrollo.
Dicho de otro modo, la capacidad para aprender y asimilar conocimientos le permite al hombre como ser social solidificar y coordinar día a día sobre las bases de la moral todos los actos propios de su vida; la cual está siempre en función de evitar los conflictos y, llegado el caso de chocar con otro, tener fuera de sus alternativas de resolución la violencia directa o la amenaza.
Ahora bien, concebimos estas tesis siempre en una sociedad perfecta donde todos los modelos proyectados funcionan a la perfección, pero en el Mundo donde todos nosotros desarrollamos nuestra vida, tenemos que examinar más allá de la fundamentación de los valores socialmente aceptados, la validez y legitimidad que cada individuo le otorga a esa estructura de valores, que indefectiblemente se proyectan en las acciones de éste, la imagen que de él tiene la sociedad y la obligación de cumplir con el comportamiento que de él se espera como integrante de un grupo.
Generalmente, cuando una norma social determinante para el grupo es transgredida, la posición de los individuos y el infractor frente a esta situación se exterioriza como emociones: asco, indignación, rechazo y desprecio, desde el punto de vista de un ajeno; ofensa, resentimiento y enfado, cuando se observa desde el ángulo del ofendido y, tratándose de un ofensor: vergüenza y culpa.
Por otro lado, cuando las acciones exaltan los valores que esa sociedad representa, se hacen patentes: la admiración, el respeto, la benevolencia, el agradecimiento y la confianza.
Cuando los individuos de una sociedad, como hemos visto hasta aquí, emiten juicios de valor y sentencias sobre el comportamiento de uno de los elementos de dicho grupo, estamos frente a pretensiones morales que han sido fundamentadas en el devenir de la historia y como tal, su aprehensión y respeto se encuentran ligados íntimamente al tejido social y, por lo tanto, se hacen exigibles y de obligatorio cumplimiento.
Diremos, por último, en este primer escrito sobre moral social, que en la sociedad en la que nos desenvolvemos Dios y la Religión tienen un papel preponderante en la fundamentación y en la imperatividad de los estatutos comportamentales a los que deben estar sometidos todos los individuos que conforman ese grupo, implantando los principios éticos que dirigen la acción de la cristiandad en Occidente.
Cuando este sistema no funciona y los individuos pasan por alto los cánones preestablecidos, éstos pueden a través del legislador adquirir el rango de Ley.
[i] HABERMAS, JÜRGEN, La inclusión del otro. Estudios sobre teoría política, Paidós, Barcelona, 1999.
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