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19 de Agosto de 2016

"El pueblo al que ya nadie quería cuidar"

Durante mi niñez y juventud tuve la fortuna de conocer, de a pie, muchos de los senderos de la Sierra Nevada de Santa Marta. Primero de la mano de mi padre y luego con amigos, colegas y en solitario; como amante de la naturaleza, biólogo y aventurero. El corregimiento de Minca era el “campamento base” de todas nuestras experiencias en la región. En aquellos "buenos tiempos" los planes en el pueblo eran, entre otros, la visita a la tienda de abastos de María, la mujer de Jesús; o el alquiler de caballos flojos donde el viejo y malhumorado Abel. A cualquier hora del día nos bañábamos en las aguas heladas y cristalinas del río, saltábamos por sus piedras, buscábamos nuevas cascadas; o visitábamos los cafetales de El Recuerdo y La Victoria. Otros días caminábamos hasta la hacienda Vista de Nieves mientras observábamos ensimismados a los veloces colibríes, el vuelo alegre de las coloridas mariposas y, una que otra tarde soleada, tigrillos extraviados.

También llevo en mi memoria el arribo en mulas de los campesinos de la región todas las mañanas de los sábados. Llegaban a vender sus productos, adquirían los víveres necesarios para sus casas, y se reunían el resto del día en torno a las dos únicas mesas de billar existentes en ese entonces. Cerca de las cinco de la tarde empezaban a marcharse con sus bestias cargadas hasta las orejas. Con sus sombreros cuidadosamente ajustados sobre sus cabezas, las peinillas al cinto y los infaltables radios Sanyo de dos botones pegados a sus oídos, uno a uno iban desapareciendo en medio de la niebla que, a esa hora, empezaba a bajar por el valle del Gaira después del aguacero de la tarde.

En ese entonces Minca era un pueblo apacible en donde se disfrutaba sin afanes de lo que el entorno nos brindaba. Los visitantes mostrábamos respeto por la naturaleza, disfrutábamos de ella sin afectarla, y – no menos importante - respetábamos a los habitantes de la región, su forma de vida y sus costumbres.

Los tiempos cambiaron. En las épocas de violencia paramilitar y guerrillera Minca sufrió sus efectos: Ataques a la estación de policía, bloqueos en la carretera, extorsión, secuestros y asesinatos.  Los campesinos fueron desplazados, muchas casas y cultivos fueron abandonadas, y el pueblo vivió años entre el miedo y la desesperanza.

La Minca de hoy, que algunos dicen ver renacer debido a una carretera recién asfaltada y a un nuevo puente de doble carril, no tiene nada que ver con turismo sostenible, ni responde al título de "capital ecológica de la Sierra Nevada" como se ha querido promover. La nueva carretera y el nuevo puente solo traerán más problemas a Minca si las autoridades no deciden actuar con celeridad y energía.

Para empezar, el tráfico automotor al corregimiento se ha convertido en una verdadera pesadilla: Decenas o quizás cientos de buses, taxis, mototaxis, camiones y particulares transitan sin control por la carretera, peleándose luego el acceso al pueblo, sus pocas vías y los casi inexistentes espacios de parqueo. La ley del más fuerte, del más grande y del más salvaje. Esa es la que se aplica en la carretera y en sus calles. ¿Calles? ¡Qué pena, calles ya no hay, solo caminos de herradura que ni las mulas quieren transitar! Como no hay calles, pues tampoco hay andenes para el peatón.

Entre los lugares públicos de descanso y esparcimiento quedan aún la plaza de la iglesia con su parque infantil adjunto –actualmente en proceso de renovación -, y el campo de fútbol convertido en una vergüenza pública. Obviamente aún tenemos la mayor y más importante oferta natural del corregimiento: ¡El río y su vegetación de bosque húmedo tropical! Pues, me entristece recononcer que – desde Pozo Azul (diez minutos río arriba) hasta los balnearios en la parte baja del pueblo - no existe ni un centímetro de su orilla o cauce que no haya sido apropiado por particulares para la venta y consumo de alcohol y comidas. Carpas, tenderetes, cambuches, sillas y mesas Rimax multicolores, fogones de sancochos, basuras, tuberías de aguas negras y hasta orinales “al aire libre”, dan un aspecto deprimente y deterioran el valor agregado más importante del pueblo.

¿Qué podemos decir de la arquitectura local? Aparte del colegio (fundado como internado en 1951) y de la iglesia del Perpetuo Socorro, el visitante solo encuentra adefesios que cada día mutan en adefesios peores. En Minca cualquiera construye, reforma, cambia, rompe, reconstruye y vuelve a cambiar lo que le da la gana y como le da la gana. No se tienen en cuenta parámetros, ni normas, ni estilos, ni nada. Nuevamente la ley del más salvaje se impone. En todos estos años nuestras autoridades han fallado. Por omisión, olvidando sus funciones; o por acción, otorgando permisos dudosos a diestra y siniestra.

Como si todo esto no fuera poco, cada establecimiento comercial –legal o ilegal - llámese bar, taberna, restaurante, tienda u hostal (convertidos muchos en metederos de mala muerte) trata de atraer clientes con música a todo volumen: vallenato aquí, champeta por allá, rancheras allí...

Existe en el país un listado que promueve “Los pueblos más lindos de Colombia”. Villa de Leyva en Boyacá, Barichara en Santander y Salento en el Quindío la encabezan.

En Minca, donde tenemos río, bosque, fauna y flora endémica, clima sano, cultura del café, arqueología y una cercanía envidiable al mar, nos hacen falta dos detallitos para poder participar en ese listado de pueblos lindos de Colombia: El sentido de pertenencia de los ciudadanos por su terruño, y la presencia de las autoridades para ordenar el territorio y hacer cumplir la ley.

El turismo sostenible no llega con una carretera. Tampoco con un puente. El turismo sostenible se alcanza con la participación activa de los habitantes y autoridades del territorio durante los procesos de planeación, uso y manejo de sus recursos naturales estratégicos; asumiendo y aceptando - entre todos - criterios de protección y conservación que garanticen su perpetuidad. Pero para esto hay que amar lo que se tiene.

O los samarios nos comprometemos todos a cuidar, respetar y hacer respetar lo nuestro, o todos nuestros paraísos como Minca, Taganga y Bonda podrán conformar y encabezar la lista de los pueblos más feos del país. ¡Ojalá que por ahora a nadie se le ocurra hacer esa lista!

Por último, y para que nos dé envidia, les describo a Salento, el pequeño pueblo en el paisaje cultural cafetero del Quindío. Se le encuentra lleno de turistas (muchísimos mochileros) durante todo el año. Allí no se ven artesanos en los andenes, ni vendedores ambulantes, ni mendigos por las calles. Tampoco metederos disfrazados de restaurantes, ni bares de mala muerte con música a todo volumen. Estos paisas organizaron su pueblito y se esfuerzan por tenerlo siempre bien presentado: calles y andenes como debe ser; cero basuras; almacenes de artesanías como boutiques de marcas prestigiosas; arquitectura homogénea con casas bien pintadas y decoradas; y hasta baños públicos (limpios y con vigilancia) para el visitante. No faltan tampoco los miradores y los parques; y el amoblamiento urbano (bancas, alumbrado, señalización, etc.) lo mantienen en buen estado. Como sello de identidad culinaria se inventaron la trucha con patacón y la venden como el plato típico de la zona, siendo ya reconocido hasta en sitios de promoción turística en Europa. El sentido de pertenencia y orgullo por su tierra es palpable  en cada encuentro y conversación con sus habitantes.

Definitivamente a los samarios nos falta mucho, pero podemos empezar hoy mismo. Cambiemos de actitud, dejemos a un lado el letargo y hagamos más por Santa Marta, por Minca, por Taganga. Son nuestros paraísos y, como tal, los debemos conservar y exigir su conservación.

Carlos Flores
Twitter: @carlosfloresurb
e-mail: [email protected]
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