Luego, mientras los versos de un paseo vallenato interpretado por los Hermanos Zuleta retumbaba por todo el barrio, se acercó a mi ventanilla y casi gritándonos para que pudieramos escucharlo, nos dijo: ¡Al vecino le nació un varoncito, y lleva tres dias celebrando. Ajá, el man tiene derecho a celebrar!
Desde la Campo Serrano el taxi tomó la calle de la Acequia hacia el oeste, enfilándose hacia la Avenida del Libertador. En frente del almacén La Meta estaba parqueado, en la mitad de la calle, un camioncito destartalado azul que impedía el paso a los demás vehículos. Unos muchachos se apresuraban en descargar bultos de no sé qué producto, los cuales introducían en la casa vecina al almacén. Eran las onde de la mañana. Esperamos por cerca de 5 minutos hasta que el descargue terminó y el camión arrancó, despejando así la vía. El taxista, con quien había estado conversando amenamente sobre el último partido del Unión Magdalena, cuando el camión reinició su marcha solo murmuró: - ¡Vea usté, que folclor el de esta gente! - . No dijo más nada. No usó el pito de su carro, no se quejó, no gritó, y quienes nos seguían en la fila de carros, tampoco lo hicieron.
Otro día de esos mismos tiempos, un sábado por la tarde acompañaba a un amigo de mi padre a recoger unas herramientas en casa de un trabajador de su finca. Vivía cerca al puente de La Platina. Cuando nos acercábamos a su casa, la camioneta en la que íbamos empezó a vibrar como si anduviéramos por una vía sin asfalto. La música a todo volúmen, proveniente del equipo de sonido que uno de los vecinos del sector había instalado en la acera de su casa, era la causa de ello. El trabajador se acercó sonriente a la camioneta y depositó las herramientas en el platón trasero. Luego, mientras los versos de un paseo vallenato interpretado por los Hermanos Zuleta retumbaba por todo el barrio, se acercó a mi ventanilla y casi gritándonos para que pudieramos escucharlo, nos dijo: - ¡Al vecino le nació un varoncito, y lleva tres dias celebrando. Ajá, el man tiene derecho a celebrar! - No había, ni en su voz, ni en su expresión facial, la más mínima muestra de desapruebo o molestia por el comportamiento del vecino.
Unas semanas más tarde, mientras visitaba a un viejo amigo del colegio, sus dos pequeños hijos retozaban con la manguera en el jardín de su casa e intentaban mojar a todo aquel que pasara, a esa hora de la tarde, por la acera. En la distancia mirábamos sin preocupación la escena. Luego de media hora aparecieron tres vecinitos dispuestos a unirse al festín. La esposa de mi amigo, en tono complaciente, dijo: - ¡Anda llegaron otra vez los Navarro, qué chevere, van a poder jugar bien rico toda la tarde! - Y así fue, los cinco pelaos jugaron con la manguera abierta el resto de la tarde hasta quedar completamente empapados, al igual que todo el jardín y la calle enfrente.
Estos episodios verídicos ocurrieron en Santa Marta hace ya muchos años. Cuando la ciudad era un pueblo grande; donde la gente aceptaba, tranquila y pacíficamente, comportamientos como los relatados. Los samarios asumíamos esos comportamientos como parte de nuestra idiosincracia. Quizás, por un pacto ancestral tácito, los habitantes de Santa Marta, en medio de la bacanidad que caracteriza a los caribeños, reconocíamos esos comportamientos como parte de nuestra cultura y hasta los disfrutábamos. Sin embargo, lo que en realidad estábamos haciendo –inconscientemente- era fomentar el irrespeto a la ley y olvidar el control social mutuo; elementos necesarios para la vida en sociedad. Llamábamos folclórico a quien obstruía la vía para organizar una fiesta, y de paso, por la razón que fuera – miedo, desinterés, ignorancia, solidaridad, etc – perdimos la capacidad de señalar y llamar la atención al infractor. En ese tiempo no eramos muchos, y quizás por eso, convivir en el pueblo era soportable.
Pero el pueblo se nos creció. Ya somos medio millón de habitantes en este valle hermoso del Manzanares. Eso sí, apretujados y sin vias para todos, sin agua para todos, sin zonas de esparcimiento suficiente para todos, entre otras deficiencias. Sin que estuvieramos preparados, la ciudad creció de manera vertiginosa y desordenada, pero nosotros no cambiamos. Seguimos volándonos los semáforos, nos parqueamos donde nos da la gana, ponemos música a todo volúmen, despilfarramos agua potable, cerramos calles sin permiso, no podemos conducir sin pitar, y hasta botamos la basura en las playas, en el río, en los cerros y enfrente de nuestra propia casa. Nuestro comportamiento siguió y sigue siendo el del habitante de un pueblo pequeño, donde no hay afanes, donde todos se conocen y donde todos se alegran y festejan por el nacimiento del varoncito del vecino. Sería maravilloso poder vivir así, pero Santa Marta ya no es ese pueblito tranquilo y pacífico. Ahora vivimos en una ciudad donde todos quieren llegar rápido y primero a su destino, donde todos tenemos grandes ambiciones, preocupaciones y presiones. Nuestra tolerancia y solidaridad ya no es la misma y, como resultado de todo esto, la violencia se ha vuelto pan de cada día.
Los samarios debemos entender que si todos queremos vivir en este mismo espacio geográfico, estamos, pues, en la obligación de actuar conforme a la ley y a las normas de convivencia establecidas. Hace rato llegó la hora de darle un giro a nuestra vida en sociedad. Solo un cambio de actitud frente a la ciudad y a nuestros conciudadanos podrá garantizar la viabilidad y sostenibilidad de nuestra Santa Marta, la que tanto decimos querer.
Por eso, salgamos cada día a la calle con una actitud positiva y cívica, dando ejemplo con nuestro comportamiento. Con pequeñas acciones podemos ayudar muchísimo: Bájale al ruido, ahorra agua, respeta el semáforo, cede el paso, cuida los árboles, protege al ciclista, ayuda al anciano, recoge la basura y, la mejor de todas, ¡sonríele a la gente!
Carlos Flores
e-mail: [email protected]
twitter: @carlosfloresurb
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