Pablo Vera: De vendedor en la playa a vicerrector de Universidad

Cerveza, cerveza, cerveza… Bien helada!”, ese era el grito de batalla de Pablo Vera Salazar cuando corría el año 88. Durante 14 horas y por casi diez años, este tolimense, nacido en Ibagué, caminaba las playas de El Rodadero en Santa Marta buscando desocupar su nevera de icopor de 15 kilos para pagar sus estudios en la escuela y también llevar algo de sustento para su familia.

Hacia cuatro años su madre, Ana Rita Salazar, había levantado a sus dos niños y cargado con los pocos corotos para salir de la ciudad musical huyendo del mal ejemplo del padre de los pequeños. Al llegar al barrio Gaira, en la capital del Magdalena, fueron recibidos por los locales con cánticos despectivos: “Cucaracha frita, sapo ‘remendao’ todos los cachacos huelen a ‘meaos’”. Así lo recuerda Pablo tarareando la estrofa con ojos humedecidos, quien para esa época tenía 8 años. “Vivíamos en un cuartico. Mi mamá sufría mucho porque pasó fuertes periodos de humillación. Nos escondían los zapatos, se llevaban el poco mercado. Cuando quedó embarazada de mi tercera hermana y como no podía trabajar mucho, opté por atender el puesto de chance que tenía. Al cabo de un tiempo decidí que no podía quedarme cruzado de brazos y me fui a la playa a vender cerveza, agua y gaseosa”.

De manera clandestina vendía las bebidas en El Rodadero, pues no tenía el permiso para hacerlo y de allí sacaba su cuota de matrícula escolar para graduarse como bachiller. Una noche un policía lo descubrió. Pablo alcanzó a huir y cuando creyó que no era buscado salió de su escondite con tan mala suerte que sintió cómo una bala le rozaba el brazo. “Me quedé quieto. Me quitaron la mercancía y me llevaron a la estación donde me pegaron. Ese día me dije: ‘Si no cambio me matan, ese no es el ambiente para mí porque ya estoy estudiando’, y eso me sirvió para trazar mis objetivos”.

Al verse contra la pared, optó por hacer un último esfuerzo y prefirió irse a playa Salguero a poner Recién llegado Año 1985. Junto a su hermana Norma. Conociendo la playa luego de salir del colegio en Santa Marta. Maestra de infancia Cecilia Vera dice que siempre fue un joven destacado. En la foto recordando viejos tiempos en un álbum. carpas para los turistas. Ahí conoció a Alberto Narducci, un empresario barranquillero que tenía allí su casa de descanso. “Me daba trabajo como lanchero”. Narducci cuenta que Pablo era un joven muy inquieto y curioso. “Mis hijas le daban libros y se los leía todos. Siempre trataba de sobresalir y sus temas de conversación me dejaban perplejo. Se diferenciaba de los demás, así que tomé la decisión de apoyarlo y cuando se graduó de bachiller le pagué el primer semestre de ingeniería civil en la Universidad del Magdalena”.

Nuevo comienzo

“Ahora que lo pienso, me conmuevo mucho porque generalmente se cree que si uno es vendedor ambulante se va a quedar así toda la vida. Yo vendí chance, arepas, cerveza. Fui carpero y cuando era temporada baja me dedicaba a pescar. En la casa nos alimentábamos con machuelo día, tarde y noche hasta que no queríamos más. Luego, gracias a ese policía –que si me lo encuentro le doy un abrazo– tuve que ir a otra playa y conocí a Alberto. Así como dice Steve Jobs, uno debe conectar los puntos y si no fuera por toda esa cadena de sucesos, no estaría contándoles mi historia”.

Pablo, hoy de 39 años, pasó de vendedor a vicerrector de extensión de la Universidad del Magdalena. “Me siento muy agradecido con Dios porque me abrió las puertas. Él puso gente a mi alrededor que a veces no comprendía que esos dos mil pesos que me regalaban, o la ropa que me daban que no les servía a sus hijos hacían la diferencia para mí, pues había días en los que no quería vivir. Es que llegar a casa de la playa con las manos vacías era una vaina muy tenaz”.

Esa mano amiga que recibió de mucha gente entre ellas de su profesora de primaria Cecilia Vera, de los papás de sus amigos e incluso del entonces rector de la universidad Carlos Caicedo, lo llevaron a cumplir uno de sus grandes sueños: regalarle una casa a su mamá. “El sacrificio que hizo mi madre para dejarlo todo y darnos una mejor vida me hizo lucharla a mí también y era lo mínimo que podía hacer”.

Con ese mismo ánimo realizó una especialización en administración y una maestría en la misma disciplina. Y en 2012 terminó su doctorado en Dirección de Empresas de la Universidad Complutense de Madrid. “Estando allá me fui a conocer Portugal y en un restaurante pedí el plato típico, una sardinilla que me costó 120 mil pesos. Cuando la probé me di cuenta de que era el bendito machuelo que toda la vida había comido jalado con mis propias manos desde ‘pelao’. Una cosa increíble, luego de viajar más de 12 mil kilómetros, pero esas son las sorpresas que le da a uno la vida”. 

Tomado de la Revista Gente