“El país que vuelve a arder: memoria, miedo y una defensa sin espíritu”

Hace poco escuché una entrevista entre el hoy ministro de Defensa, Pedro Sánchez, y periodistas de Blu Radio. La escuché completa. El hombre hacía un barrido nacional sobre los asuntos de seguridad, sobre los acontecimientos que en diferentes regiones iban surgiendo. Sin embargo, me alarmó su tono.

Aunque intentaba lavarle la cara a este gobierno untado de barro hasta los huesos, en el fondo de su voz se percibía un profundo desánimo. Se dedicó a recorrer, uno a uno, los diferentes hechos terroristas que múltiples alzados en armas cometen a lo largo del país, especialmente los apostados en el cañón del Micay. Luego de relatarlos, se introducía en una queja patética que estaría bien en boca de una madre desamparada y atrapada en el fuego cruzado, pero no en la de un ministro de Defensa. Él no tiene permitido quejarse ni lamentarse. Su labor es barrer a cuanto infeliz levante un arma en contra de un ciudadano de bien. Sin embargo, ese objetivo parece lejano, y en lo profundo de su ser, el ministro lo lamenta.

Como hijo de inicios de la década del 90, podría decirse que viví el auge sin frenos de las guerrillas de izquierda, la respuesta desafortunada del paramilitarismo y la cotidianidad de un país en guerra constante. Las pescas milagrosas, los secuestros masivos de políticos, policías, militares; las tomas descaradas de pueblos enteros como en Mitú (capital del Vaupés); las ejecuciones y descuartizamientos en plaza pública; las fosas comunes; los asesinatos a plena luz del día, como aquella tarde en La Paz (Cesar), en que un tipo en bicicleta mató a otro porque este se negaba a pagar una extorsión. Una vez le estalló los sesos, se fue plácidamente en su bicicleta vieja. O la muerte de mi buen amigo, quien por el mismo motivo fue ultimado de dos tiros en pleno mercado municipal. O la de mi tío. O la de mi primo. O la del vecino. O la del profesor. O la del conocido...

Recuerdo los collares bomba, el burro bomba, los carros bomba, las maletas bomba, las bolsas negras bomba y, en el mejor de los casos, las bolsas negras con partes humanas. Recuerdo correr de la mano de mi mamá en medio de las detonaciones por una incursión guerrillera cerca de donde estábamos. Recuerdo la piedra en donde mi tío recibió más de diez tiros. Recuerdo que todo eso ya lo había olvidado... o fingía que no pasó.

Mientras el ministro hablaba en el tono de una víctima derrotada (yo no soy víctima, soy un superviviente), volví a recordar lo que a fuerza de voluntad siempre he querido olvidar, y afirmé para mis adentros: “Esto está pasando de nuevo”. Acto seguido me pregunté: ¿por qué? La respuesta más próxima que llegó a mi cabeza es que tenemos un Estado que no cuida a los que decidimos no usar un arma para lograr nuestros objetivos. Tenemos un Estado que ha renunciado deliberadamente al control territorial y efectivo de amplias zonas del país. No me cabe en la cabeza que el poderío militar de la nación sea tan débil que no pueda arrasar a grupos que aún utilizan tatucos o lloriquean como niñas ante un nimio bombardeo del Ejército. No. Deliberadamente el Estado entregó las banderas, y especialmente este gobierno, que se empeña en llevar a cabo miniacuerdos que no tendrán un fin satisfactorio, pues no hay un marco jurídico especial para estos procesos. Nadie con dos dedos de frente renuncia a las rentas criminales y al poder obtenido, sin seguridad jurídica.

Escuchar al ministro me asqueó. Cuánta debilidad de espíritu. Cuánta pusilanimidad. Cuán patético se escucha a un espartano de tiempos modernos hablar como un ilota: un derrotado sin esperanzas, un soldado sin valentía ni determinación. Y puede que él no sea el culpable. Puede que él sea el hombre idóneo. Pero de nada sirven los guerreros dirigidos por líderes cuyo fin no es acabar con el enemigo armado, sino —me temo— mantenerlos en una especie de zona fría, donde no se tocan sus intereses más neurálgicos. Se instaura una mesa que no avanza, pero tampoco se levanta. Y en épocas electorales, esos grupos con control en las zonas rurales encausarán al electorado hacia quien les ha garantizado tranquilidad para operar y seguir enriqueciéndose. Ese es otro recuerdo que había olvidado, pero que ahora regresa como el sello hipócrita Made in Petro.

Al final de la entrevista —la cual transitó en mi cabeza como una vía de dos carriles, en uno las palabras de nuestro ministro despojado de moral y autoridad, y en el otro los recuerdos de muertos y explosiones—, llegado el corolario de esos tramos paralelos, sigo asumiendo la misma posición que desde hace tiempo acogí: quiero el fin de la guerra en Colombia. Pero no quiero diálogo, a menos que arrodillados lloren por un acuerdo. Quiero la última guerra, en la que sea el Estado quien se imponga sobre los armados y los civiles que los ayudan. Quiero que nuestro Ejército, cual legión romana, se imponga sobre los bárbaros y lleve la civilización a esas zonas que fueron abandonadas por el Estado. Quiero eso, así por un tiempo deba renunciar a parte de mis libertades personales.