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28 de Junio de 2014

Las ventanas de la ausencia

La nostalgia empieza a formar parte de nuestro cotidiano tan pronto cruzamos el umbral de la segunda juventud (de los 50 en adelante). Se abren otros horizontes de pensamiento, y los fantasmas y demonios que tanto nos inquietaron en el pasado se convierten en aliados y cómplices para reinterpretar lo vivido. La realidad, entonces, es mirada con otra lógica: con la lógica  emocional de los recuerdos.

Calles y casas son evocadoras de primer orden. Esas casas en su quietud avanzaron con nosotros en la formación de una historia personal, y hoy frente a ellas experimentamos la extraña sensación –como dice E. Sábato– de que al querer entrar, al intentar abrir la puerta, nos encontramos con una pared. Aquella casa de la infancia, así como las que por esa época nos llamaron la atención, son algo más que paredes y pisos, son “esos seres que la viven, con sus conversaciones, sus risas, con sus amores y odios; seres que impregnan la casa de algo inmaterial pero profundo, de algo tan poco material como es la sonrisa en un rostro…”.

Hoy, al pasar por el frente de alguna de esas, caigo en la cuenta que no era el ventanal lo que la hacia notable, sino lo que percibía en ellas: el cuadro del paisaje de un país lejano y el retrato con marco dorado colgados en la pared, los arabescos de un gran jarrón azul, la música que escuchaban, los ladridos del perro que me atemorizaba al pasar;  voces, risas y llantos de unos y otros de sus habitantes.

Esa casa, tal vez, ya era vieja pero tenía “vida” y el tiempo estaba detenido y sus habitantes no envejecían sino yo, y prueba de ello es cómo al paso del tiempo el alfeizar de la ventana-balcón ya no me golpea en la frente.

Aquella otra donde vivía el niño que fue atacado por poliomielitis, quedo fijada en mi memoria no tanto por el hecho en sí, sino por la severa advertencia que con cara de circunstancia trágica me hiciera una vecina de no pasar por allí  descalzo, como solía hacerlo cuando iba a la playa, porque el virus causante de ese mal –decía ella– penetra por los pies.

El misterioso encanto que parecía esconder la casa de piedras. Una especie de palacete cubierto con piedras de río, frente al mar, con jardín exterior y en el centro de éste una fuente  que tenía un niño desnudo en posición de bailarín, orinándose el mundo a su antojo, y la presencia de su dueño, don Pablo García Franco, como elemento integral del conjunto. Cuando murió don Pablo, la casa empezó a envejecer y hoy, sin la fuente del niño, la casa parece esas damas con cierto grado de demencia senil que se sobremaquillan de coloretes para asistir a la fiesta de ninguna parte.

Las casas con zaguán, cada una con su historia: la de sus habitantes y la particular manera de hacer la reunión vespertina en la puerta de la calle en compañía de los mismos vecinos de siempre, a la misma hora todos los días. Y ese “adiós, adiós” cuando pasaban los transeúntes (casi todos conocidos), que iban para el camellón o regresaban ya entrada la noche.

El penetrante y característico olor de los materiales curativos y el temible zumbido de la fresadora de odontología al pasar por la casa y consultorio del doctor Edmundo Abello. Quien fuera el único odontólogo del mundo que en verdad tenía cara de odontólogo.

La familia del médico Antonio Henríquez fue muy apreciada y querida por los samarios. Pero de esa familia el referente de mayor peso no eran tanto las cualidades personales de sus miembros, tampoco el estilo de la casa que rompía la monotonía de la cuadra (calle 12, carrera2ª), lo era nada menos que la presencia de un par de perros bóxer. No es posible pensar en alguno de los Henríquez sin poner a su lado uno o ambos de esos perros con cara de perros bravos.

Aún después de tantos años, al pasar todavía percibo el sabor a limón. Es el viejo caserón republicano de columnas embebidas y balaustrada en la cornisa, en esquina de la calle  de la Cruz (12) con carrera 3ª. Por los años sesenta funcionaba allí la fábrica de paletas El Nevado, del señor Lizarazo. A diario salían en caravana, para abrirse luego por las distintas rutas, los carritos blancos cargados de sabores, empujados por los vendedores que agitaban las campanillas para anunciar su presencia y despertar el deseo en niños y adultos.

Son varias las casas que permanecen detenidas en el tiempo, con sus fachadas intactas y los mismos colores, generadoras de nostalgias en sus habitantes del pasado, quienes rehúsan en lo posible pasar frente a ellas. Otras fueron reformadas y otras más, se han ido destruyendo poco a poco por cuenta del abandono. En cambio, las hay también que cambiaron su destinación: dejaron de ser núcleos de abrigo, formación y desarrollo familiar para convertirse en hospederías y refugio de amores fugaces, hasta en centros de negocios penumbrosos.

Entre los aspectos memorables de una casa están las ventanas, como ojo que ve en doble sentido y elemento abierto a los recuerdos; bien sea porque en alguna época lejana, en los retozos de la niñez, al pasar nos golpeábamos la frente o por hechos vistos o vividos en ellas. Hoy permanecen inmóviles y ciegas en su lugar como testigos del ayer.

Recuerdo aquella ventana en la que protegida de las miradas por una celosía permanecía por las tardes, en época de vacaciones, una niña muy hermosa, de belleza celestial, decían. Estudiaba interna en un colegio de la ciudad y sólo en ocasiones especiales la habían visto, con el cabello y la frente cubiertos por una pañoleta y gafas oscuras, salir a la calle en compañía de sus padres.

Todos en el sector mencionaban su belleza, y algo de ella pudimos apreciar los muchachos que venciendo la timidez y el temor al papá, logramos acercarnos y conversar de cualquier cosa con ella. A través del entramado de la celosía se apreciaban sus rasgos graciosos y unos ojos de mirada ardiente y profunda que clamaban libertad. Mas nunca la notamos triste o amargada, siempre sonriente  festejaba las ocurrencias de que hablábamos y las fabulas que del internado nos contaba.

Era un hecho, sin embargo, que no despertaba la curiosidad del vecindario ni de la gente que transitaba indiferente frente a la ventana. Tres de sus hermanas menores, muy niñas aún, jugaban con muñecas y chocoritos en la terraza de la casa.

El padre, decían, era una buena persona, amable y servicial, pero celoso en extremo con la hija mayor. Y no era un cautiverio en que la mantenía oculta; sólo era una previsión, pues tal era la belleza de esta joven que no se atrevían a sacarla libremente a la calle por temor al mal de ojo y que se robaran su belleza.

El tiempo pasó y todos crecimos. Un día jueves de Semana Santa vimos salir  la familia engalanada para las ceremonias religiosas. Iban el padre, la madre y siete hijos, entre ellos cuatro mujeres vestidas de blanco con volantes de encajes en las faldas y vistosos lazos en la parte trasera de la cintura. La hermana mayor, la que permanecía oculta tras la celosía de la ventana viendo pasar la vida, no relucía ya tan bella como decían, aquella belleza extraordinaria de años anteriores había desaparecido, pues sus hermanas menores se la habían robado.

Cuando en la calle corríamos detrás de una bola de trapo o jugábamos al cuclí o las veces que armábamos peleas callejeras o hacíamos alguna travesura o irrespetábamos a los mayores y gritábamos cosas a los locos, siempre lo sabían en casa y al regreso nos recibían con un buen regaño. Siempre había alguien que veía desde la ventana.

No creo que exista ventana que no guarde en secreto confesiones de amor o sea testigo de nerviosos besos de primera vez, de recados y esquelas, o que no haya sido iluminada por el trasnocho de una serenata de afirmación o reconciliación. Algunas, tal vez, cuando no había rejas de hierro, registren la fuga apresurada de algún amante sorprendido por la llegada inesperada del titular. Cada ventana, grande o pequeña, de rico o de pobre, guarda la historia de gente que ya no está, de épocas idas y de muchos que quizá pronto no estaremos. Son esas las ventanas de la ausencia.

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