La historia del ciego de la calle 15 del centro de Santa Marta

Recostado sobre una pared blanca y amarilla del recinto donde funciona una entidad bancaria, Armando Antonio Ayala Campusano lleva 18 años pidiendo monedas a generaciones de multitudes que no puede ver. Aunque nadie sabe su nombre, quizás no hay samario que no haya escuchado el inconfundible clamor pidiendo colaboración: "Seño Señor, ¡por el amor de Dios! Regáleme una limosnita. Al que ayuda Dios le ayuda".
Es ciego por accidente y está sentado encima de un cojín forrado en bolsas plasticas blancas, con la espalda sobre la pared, y la mano derecha suspendida en el aire. Su palma apunta al cielo ardiente del Centro Histórico de Santa Marta y su apariencia, solo por un instante, genera la extraña sensación de emular la figura de algún Buda tallado en piedra que no ha dejado de estar en la misma posición durante muchísimo tiempo.
"65 años voy a tener-dice a Seguimiento.co- tengo dos hijos, una niña de 14 y uno de 17, estudian en el Juan Maiguel de Osuna".
La camisa que trae puesta Armando es azul cuadriculada y está etiquetada con el logo de una marca reconocida. En la tela que cubre el hombro derecho tiene manchas secas y viejas, del excremento de alguna de las varias palomas que yacen sobre la cornisa de la pared del banco.
"Yo perdí la vista en un accidente. Era conductor de camión y en carretera, por no matar a una bestia, perdí el control y me salí".
Recoge la mano suspendida. Y como adivinando empieza a frotarsela cerca de la zona donde solía tener los ojos.
"Giré y giré- explica con voz deprimida-este ojo se me salió (el izquierdo) y este otro quedó colgado, ahí está otra vez, pero no sirve". Armando tenía 29 años cuando dejó de ver el mundo para siempre.
"Los primeros años esto me dio durisimo. Muchas veces quise matarme. Cogía los cuchillos y en más de una ocasión estuve a punto de hacerlo. Pero mi mamá estaba viva y evitaba que me matara".
La vista no es lo único que ha perdido Armando. Cuenta decepcionado que su mujer lo abandonó poco después de su tragedia. Con ella tuvo cuatro hijas que viven en Ciénaga. Ningún miembro de su primera familia lo ayudó jamás.
A pesar de su oscura soledad, quizás Dios o el cosmo le dieron a Armando una nueva compañera sentimental a quien solo puede oir y palpar. Sin embargo, nunca pudo escapar de los accidentados sucesos de su destino: su nueva compañera también sufrió un accidente, en motocileta, que la dejó con una grave lesión en su pierna. Ahora caminar para ella es casi una tarea titánica. Sufre de la presión y el azúcar, pero viven juntos en una casa del barrio Timayui I.
En las ocasiones en que Armando pide limosnas, alcanza a recoger entre 20 y 30 mil pesos y con esa plata sustenta a su familia. Cuando se siente desesperanzado por las escenas del pasado, su mujer le da ánimo y las rabietas y frustraciones terminan esfumándose como cualquier otra cosa que tenga la capacidad de acabarse en la vida.
El cielo parece fuego. Y cuando el sol empieza a broncearlo sin piedad, Armando se levanta, apoyándose en un palo de lo que antes fue una escoba, y se traslada a la pared de enfrente donde una sombra lo guarese del sopor agotador de la ciudad.
Mientras avanza hacia la sombra, cuenta que le gusta escuchar boleros, tangos y noticias. Afirma que su oído se ha desarrollado de tal manera que puede distinguir detalladamente los ecos de cada ruido de la multitud.
Armando Ayala Campusano, nacido en Ciénaga hace 65 años, tiene un sueño que no puede ver, pero que puede describir. Le gustaría montar un negocio para pasar sus ultimos días fuera del Callejón de la calle 15 con carrera cuarta, donde cualquiera que pase entre las 8 de la mañana y 4 de la tarde, con seguridad, sabrá que lo encontrará en la misma pared de hace 18 años.
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