Estos últimos días se ha dado mucha importancia a la falta de cultura ciudadana entre los samarios. A nadie debe extrañar esa carencia. Es un antivalor muy nuestro, acrecentado por la idea de que “si no me afecta a mí, no me importa”. Los samarios, o la mayor parte –para salvar a algunos– somos así. De nada valen las campañas cívicas que pretendan rescatar lo que otrora nuestros padres trataron de inculcarnos. El respeto, la decencia, en fin, el don de gentes, se fueron con ellos. Habría que decir, con el poeta antioqueño Jorge Robledo Ortiz, “Siquiera se murieron los abuelos”.
¿Qué las basuras y escombros no deben dejarse en los separadores de las avenidas? ¡Quién dijo eso y con qué autoridad! ¿Cederle el puesto a una anciana en los buses? ¡Yo no la he visto. Estoy chateando! Los tiempos han cambiado. Por eso las normas que antaño fueron de elemental cortesía hoy nos parecen sencillas muestras de cursilería ramplona. Manuel Antonio Carreño, el pedagogo venezolano, tendría hoy en día suficiente material para escribir los tomos II, III y otros más de su “Manual de Urbanidad y Buenas maneras”.
Estos últimos días –así comienza este artículo– el tema ha sido el uso que muchos hombres están dando a lugares céntricos de la ciudad. Paredes en calles y avenidas se han convertido en orinales públicos, a la vista de “quienes tengan ojos para ver”. Pero podría preguntarse alguien: ¿en dónde van a satisfacer esa apremiante necesidad quienes sienten tamaña urgencia inaplazable? Nadie puede darles la razón o congraciarse con semejante proceder. Sin embargo, es justo repartir las culpas: ¿Qué puede esperarse de personas que desde muy temprano acuden a sus labores en el centro de la ciudad y por lo general permanecen allí durante diez o más horas continuas? En algún momento el organismo les pasará cuenta de cobro.
Repartir las culpas, se ha dicho. Los grandes centros comerciales de la ciudad, en su mayoría, cobran por el uso de sus servicios sanitarios; debería ser una obligación para ellos atender al usuario que los requiera. Pero, al fin y al cabo, son establecimientos privados y hasta sus normas tendrán. Sin embargo, la mayor responsabilidad recae sobre las autoridades del Distrito, que deberían instalar numerosos mingitorios (es la palabra culta) en muchos sitios de esta ciudad turística que parece no poseer “la magia de tenerlo todo”. ¿Cómo actuaría un samario común y corriente si una turista le preguntase en dónde puede orinar?
La necesidad e importancia de instalar sanitarios en zonas urbanas, y más aún en el centro de ellas, puede ilustrarse con un ejemplo patético en la historia de Colombia: Corría el año de 1946. El 7 de agosto de ese año tomó posesión de la Presidencia el doctor Mariano Ospina Pérez. Entre los invitados internacionales a ese acto se encontraba el escritor y poeta Eduardo Marquina, en representación del gobierno español. Por falta de previsión, en la plaza de Bolívar no fueron instalados orinales, de manera que el poeta Marquina, para no romper el estricto protocolo, permaneció en el lugar que se le asignó y allí tuvo que soportar sus terribles deseos de miccionar. Después de ser atendido de urgencia en Bogotá fue trasladado a Nueva York, donde tres meses y medio después, el 21 de noviembre de 1946, falleció: uremia, dijeron los médicos. Es hora de que las autoridades del Distrito vayan pensando en la instalación de orinales públicos en sitios estratégicos de la ciudad si no queremos seguir siendo espectadores de escenas desagradables, como las que motivaron nuestra nota de hoy.
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