El covid-19: la nueva era


Aquel estudiante provinciano, motivado a salir de casa con una maleta cargada de sueños, entre lágrimas y sollozos muchas veces, se había enamorado de la tierra de Carlos Vives. Una ciudad que, a pesar de las promesas inconclusas de sus dirigentes, era completamente hermosa; con unos atardeceres esplendorosos, así como en La Guajira que me vio nacer, playas afrodisiacas, calles y rincones llenos de historia, y ni hablar del don de gente de sus habitantes.
Cuando tan solo me disponía a cursar mi quinto semestre en la universidad, asegurando la mitad de mi carrera, apenas la vida iba a entrenarme para vivir los momentos más duros y asfixiantes. Sí, el simple hecho de vivir se convertía en toda una ganancia.
En los noticieros se hablaba de un virus que empezaba a acechar a la humanidad, inmediatamente colegios y universidades se vieron en la obligación de detener sus labores, cerraron las empresas, el sector del turismo, discotecas, aeropuertos, era como si Colombia se hubiera detenido, sin contar los otros países del mundo en los que ya muchos corazones dejaban de latir.
Volví a retornar a casa, con el sin sabor de lo que podría pasar. Empezaron las clases remotas, los trabajos desde el hogar, pero las cifras subían y atemorizaban cada vez más, hasta el punto de llegar a los casi 5 millones de casos en el país y más de 120 mil fallecidos. Los días parecían noches y las noches eran toda una odisea.
Al cerrar mis ojos podía sentir la zozobra y el miedo que cruzaban las polvorientas calles de Fonseca, tan solo eso alcanzaba a observarse desde los balcones de nuestras casas; no se veía un alma transitar. El mundo parecía estar en prisión, pero apenas estaba resguardándose para lo que se avecinaba.
Nos volvimos esclavos de los tapabocas, evitar las manifestaciones más comunes de afecto era el único método para sobrevivir; las clases estaban llenas de retos, así como podía resistir el wifi para algunas, para otras no, y en el peor de los casos el vendedor del aguacate se robaba el show desde nuestros micrófonos. Los buenos momentos en familia eran todo lo que deseábamos, las tardes en casa de la abuela empezaban a hacer falta, pero era mucho más triste para aquellos que veían morir a los suyos a metros de un ataúd sellado y forrado por rollos de plástico.
Cuando todo apuntaba a reinventarse, del otro lado muchas vidas se desmoronaban. Mientras algunos se quejaban de lo asfixiante que se volvía el encierro, muchos otros de rodilla se aferraban a la catástrofe que estaba provocando el virus más letal de los últimos años.
En los medios no se hablaba de otra cosa, clínicas y hospitales copados, salas de UCI agotadas, médicos morían, ancianos, jóvenes y hasta niños. El COVID-19 ya no tenía piedad. Mi último pensamiento antes de dormir apuntaba a estar en la recta final.
La desesperanza azotaba, así como el hambre a muchas zonas del país, la desigualdad a muchas comunidades, y la indiferencia a los habitantes de la calle, a quienes como si fuera poco, no solo los golpeaba la pandemia del coronavirus, sino aquella que durante muchos años los ha estrujado sin piedad, la corrupción.
Sin embargo, bien dice el adagio “el hombre es un animal de costumbre”, luego de más de 15 meses de pandemia, la necesidad de convivir con el virus tocó nuestras puertas; el miedo era menos, pero la preocupación no desapareció jamás. Así que no faltaban en nuestros bolsos los frascos de antibacterial y alcohol, el lavado constante de manos y el distanciamiento entre personas. Casi que nos tocó empezar una vida nueva.
Renació nuevamente el cantar de los pájaros cada mañana, y volvieron a escuchar nuestros oídos la dulce entonación de las aves. Era apenas obvio que cualquier especie que habitara en la tierra se había soterrado en algún momento. Sin embargo, algunas se atrevieron a salir en búsqueda de su habitad natural, mientras el hombre trataba de salvaguardar su vida y no se interponía ante el clamor de la naturaleza.
Desde entonces el orden de las prioridades fue cambiando, las cosas poco a poco fueron recibiendo su valor, y el deseo más desaforado era la llegada de aquella vacuna, que no ha podido ser la solución en su totalidad, pero que les ha devuelto la esperanza a muchos; y, sobre todo, a aquel estudiante provinciano que pudo sobrevivir para contar la historia.
* Juan Sierra Martínez es estudiante de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Sergio Arboleda sede Santa Marta.
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