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Martes 20 de Octubre de 2020 - 10:42pm

José de los Reyes Campo, un acordeonero sin acordeón

Esa “nueva ola” según me dijo el maestro José de los Reyes, era la “desaparición” de la música de acordeón. Crónica.
José de los Santos Reyes.
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Por Guillermo Valencia Hernández

La primera vez que vi al maestro acordeonero José de los Reyes Campos fue en el Festival del Mango de Malagana. Si mal no recuerdo, como dicen los viejos, fue en el año 2009. José vestía un sombrero arrugado, una camisa de flores desteñida, y unas lagañas rodeándole los ojos que incomodaban a quien le mirara. Por supuesto, sus zapatos arrastraban la triste marca de ser prestados, por lo apretados que le quedaban.

El animador del evento lo presentó con una falsa emoción:

“Señoras, y señores…llega a la tarima del Festival del Mango de Malagana,  José de los   Reyes Campos, desde San Pablo-Norte del departamento de Bolívar”.

Al terminar de tocar su rutina nadie lo aplaudió. Creo yo, que porque nadie lo conocía ni entendía su arte de antaño. Y más cuando subió solo a la tarima mirando para todos los lados, anhelando y tratando de predecir por donde llegarían sus músicos que lo iban a acompañar, o el acordeonero que le iba a prestar el acordeón. Pero no llegaron ni los músicos, ni el instrumento, y en su lugar tocó solo y con un acordeón remendado.

Esa noche en Malagana, un aguacero de mayo silenció la fiesta y el acordeonero no pudo terminar su presentación. Un poco triste, nos dijo que le aportáramos algo para los pasajes y para engañar el hambre con unos fritos de la plaza.

El director del festival le regaló 50.000 pesos. José lo agarró con premura, y se despidió diciendo que pediría alojo donde una prima hermana que residía en el pueblo. Poco a poco se fue perdiendo bajo la lluvia tapándose la cabeza con una bolsa plástica.

A los dos años exactos, me lo encontré de nuevo en el pueblo de San Cayetano. Lucía el mismo sombrero viejo con agujeros a los lados, y una camisa de guacamayas pintadas, manchada con pringo de pintura. A sus zapatos ya los orificios le carcomían las puntas. Cargaba al hombro, un pedazo de acordeón sin estuche, un cinco-letras rojo con maniguetas de pitas de hamacas y sus fuelles amarrados con alambre dulce.

De nuevo el mismo animador lo presentó, ya por obligación. La programación estaba por terminar y el plato fuerte de la noche era los Hermanos Zuleta. El pueblo estaba ansioso por verlos.

“Señoras, y señores…llega a la tarima del Festival del Ñame de San Cayetano,  José de los   Reyes Campos, de San Pablo-Norte del departamento de Bolívar”.

Esta vez el animador remató burlonamente: ¿Ajá y donde están sus músicos? ¡Rapidito!

Esa noche, en medio del bullicio y las alharacas de los picó, ya como espectador y no como directivo del Festival del Mango, pude ver en su contexto que detrás de ese hombre desarreglado, que tocaba un acordeón a punto de descuajarse, estaba un maestro; un juglar desconocido que nadie apreciaba, ni valoraba. 

Y que su “rutina” sabía a tiempos viejos, a dejo de monte lejano, a digitaciones “pasadas de moda”—según algunos—pero que nos arrugaba el corazón al escucharla, como solía decir Gabo.

Esa noche interpretó canciones de Andrés Landeros, Alejo Durán, Enrique Díaz, Luis Enrique Martínez, y un par de sus composiciones.

Por supuesto, pasó lo mismo que cuando se presentó dos años antes en el Festival del Mango. Nadie lo aplaudió. Lo bajaron corriendo de la tarima porque los Hermanos Zuleta acababan de llegar. Un gentío saltó del redondel de la plaza a ver al bus donde venían los hijos del viejo Emiliano, el compositor de “La Gota Fría”.

José bajó de la tarima. Lo abordé y le pregunté:

¡Maestro, no me conoce?

Y en medio de su melancolía sabia me dijo:

- ¡Aunque no lo conozca ya lo conocí!

Le recordé que lo había visto dos años antes en el Festival del Mango de Malagana. Que yo era el muchacho que estaba filmando los videos del Festival. Le pregunté si le provocaba algo para tomar. De nuevo me intrigó con su respuesta.

- ¿Por qué despreciar una buena atención de parte de alguien que acabo de conocer?

Nos sentamos en un corredor y le brindé una cerveza.

Se veían ansioso. Desesperado. Miraba para todas partes como si buscara a alguien. Le pregunté si le pasaba algo.  Me respondió: ¿Usted conoce al presidente del Festival? Le dije que no. -Si no lo encuentro hoy no tengo los pasajes para regresarme a mi pueblo.

- ¿Usted dónde vive?- le pregunté.

 -Vivo en San Pablo, en una casa solo.

- ¿Por qué viene a tocar así, sin arreglar primero? Le dije por decir.

-Porque esto es lo que me gusta. ¡Tocar el acordeón!

¡Algún día lo visito!

De nuevo le brotó otra repuesta en medio de su sabiduría melancólica:

-Puede venir cuando quiera. Es una casa llena de pobreza, ¡pero las casas no hablan y no desprecian a nadie!

Me contó, en medio de la algarabía de la gente y los animadores que gritaban en tarima, que, para sobrevivir, tejía esteras. Esteras que salía a vender por las calles de su pueblo a 10.000 pesos.

Un silencio se hizo entre nosotros dos y pude ver en sus ojos—que seguían siendo lagañosos—una profunda melancolía que le abatía por dentro al hablar de su “oficio”.

-           ¡Mire! Y me señaló su acordeón.

Y con la misma voz tenue y filosófica que tenía para responder cada pregunta me dijo que su acordeón ya estaba como él, “viejo y cansado”. Y que, así como él medio respiraba, así mismo, aquel acordeón, lo único de acordeón que tenía, era que “todavía sonaba”.

Esa noche, me tocó a mí darle los 20.000 pesos para que regresara a su pueblo mientras, en la tarima, el presidente del Festival se tomaba fotos y brincaba con cada canción que cantaba Poncho Zuleta.

El frio de la madrugada empezaba a dejar caer una delgada neblina sobre los cerros que rodean al pueblo de San Cayetano. La cantidad de gente que se fue a rodear el bus ahora brincaba y coreaban los borrachos debajo de la tarima las canciones de los Zuleta, artistas reconocidos y queridos. La gente trataba de trepar al escenario para abrazar a sus ídolos. Varias mujeres pidieron a sus novios o maridos que les retrataran con estos músicos famosos. Mientras tanto, el viejo acordeonero, veía en mi despedía, un miedo a quedar solitario entre la multitud de una plaza aglomerada que lo ignoraba por completo.

 Al paso que me alejaba, vi al juglar acomodando su acordeón como almohada bajo su cuello, y se puso una bolsa plástica sobre el pecho, en la que guardaba una muda de ropa. El atrio alto de la iglesia del pueblo, rodeado de quioscos adornados de frutos y de ñames gigantescos, parecía a esa hora un barco a punto de zarpar.

Al año siguiente llegué en moto a su casa. Vivía a la entrada del pueblo, en la Pista. Por supuesto, vivía solo y en medio de una pobreza galopante. Le dije que le traía de nuevo la invitación para el Festival del Mango. Pero que esta vez no se preocupara, que yo le iba a alquilar un acordeón para que tocara, a comprar una camisa, un pantalón y un sombrero nuevo.

El día de la presentación llegó a la tarima con su nuevo sombrero, su camisa, y su pantalón. Ya el acordeón estaba en sus manos. De nuevo el animador, un poco más viejo—ya pintando canas y usando gafas para leer—lo presentó:

“Señoras, y señores…llega a la tarima del Festival del Mango de Malagana, José de los  Reyes Campos, de San Pablo-Norte del departamento de Bolívar”.

Esta vez el animador que ya lo distinguía dejó escuchar su voz burlonamente: ¡Y ya tiene acordeón nuevo!

Sin saber él, que aquel acordeón había sido alquilado por 100.000 pesos a un acordeonero joven que no lo quería prestar ni alquilar. Según el joven, que supuestamente “ya esto viejos acordeoneros con esas pezuñas que tenían por uñas y esa manera de tocar los bajos lo que hacían eran dañar los acordeones”. 

Esa tarde José de los Reyes tocó la cumbia “Me Dejó Eusebia Salgado”, el rumbón “Pobre Joselito”, y los sones “Plánchame la ropita” y “San Pablo Bendito”. Sus toques de acordeón están casi desaparecidos. Son piezas vivientes de la arqueología del acordeón negro en nuestros pueblos del Caribe, que ya los nuevos acordeoneros ni conocen, ni los saben tocar. Porque ahora “la nueva ola del vallenato”, la tendencia que imponen las disqueras y la radio, ha cambiado la figura del juglar por la figura de la plata, del capital.

Esa “nueva ola” según me dijo el maestro José de los Reyes, era la “desaparición” de la música de acordeón. Porque se abandonó completamente el oficio de tocar los bajos y en cambio se trajo un exceso de pitos y paradas constantes, que ponían a sonar el acordeón “desabrido”.

 

Nota: En agosto de 2018, José de los Reyes Campos recibió como regalo un acordeón nuevo.  El productor musical Manuel García-Orozco “Chaco”, y el músico Gregorio Uribe, ambos colombianos y radicados en Nueva York, hicieron posible este milagro

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