Los errores idiomáticos que cada día nos golpean la vista y el oído son innumerables. ¡Qué trabajo agotador ese de corregir textos en un medio de comunicación! Agotador y estéril, además, porque pocas veces se logra el objetivo propuesto. Pero hay que insistir, pues el desarrollo de las sociedades implica cambios en todos sus componentes. Algunas transformaciones se ven a corto plazo, otras tardan algo más y, las de mayor profundidad, demandan más tiempo. Esta consideración debe tenerse en cuenta cuando nos sintamos proclives a condenar nuevas tendencias y usos que a veces nos preocupan. Es conveniente identificarlos, estudiarlos de cerca y, sobre todo, valorar su incidencia en la sociedad que sufre su influjo. Uno de esos temas es el uso del lenguaje por parte de los jóvenes, inicialmente, y por un inmenso caudal de adultos en la actualidad.
Defensores del buen hablar se refieren a los avances en informática y al acelerado desarrollo de la tecnología en general como causas principales de este fenómeno social. Y tienen razón. Ya no aparecen completas las palabras en una ‘conversación’ en el chat. Cada interlocutor abrevia su parlamento con palabras apenas comenzadas o con letras que con solo su sonido sugieren palabras enteras. Aun van más allá: utilizan símbolos que, si fuesen muchos, convertirían el texto en un verdadero jeroglífico. Pero, por muy absurdo que parezca, tiene lógica esa forma de representación, pues la lingüística es apenas una parte de la semiótica, que tiene que ver con toda clase de signos. Estos defensores del idioma no deben alarmarse, aunque es muy cierto que de tanto tratar con este tipo de lenguaje hasta el más erudito en la lengua de Cervantes termina con su ánimo perturbado. Menos mal que no hay un código común para estos usuarios y por lo tanto esos ‘lenguajes’ no constituyen un sistema, como sí lo es la lengua.
No hemos olvidado que hace algunos años estuvo de moda la palabra ‘implementar’. En las actividades administrativas era indispensable ‘implementar’ cualquier idea para luego ponerla en práctica. En educación, por ejemplo, ese término encontró un campo abonado para que programadores, supervisores, inspectores y miembros de todo nivel especularan durante más de una década. Algo semejante ocurrió con los términos ‘parámetro’ y ‘paradigma’. Hoy, aunque estas palabras no van a desaparecer, no se abusa tanto de ellas ni se les da el sentido que cada funcionario prefiera.
Como puede notarse, hasta términos ‘abusados’ por adultos se van diluyendo con el tiempo. No hay que temer, por eso, a los inventos de niños y jóvenes que viven en función de la velocidad y la economía. ¿Quién no recuerda que hasta hace pocos años era exasperante el uso de la expresión ‘o sea’, que llegó a deformarse hasta convertirse en ‘osea’ y en algunos casos a perder completamente la letra ‘o’? Ya se usa menos, es cierto; pero ese lugar lo está ocupando la palabra ‘igual’ como muletilla en cualquier conversación. Es incorrecto decir, por ejemplo: “Te estuve esperando hasta las siete pero, igual, no llegaste”. El idioma se reinventa, por supuesto, pero también se autorregula. Desde adentro crea sus propias defensas; y el paso del tiempo es uno de sus mejores aliados. Todas esas modas tienen corta vida. Serán remplazadas por otras que a los mayores nos parecerán cada vez más insólitas. Mientras tanto, dejemos a los jóvenes tranquilos con su economía lingüística. Entre otras cosas, porque nunca acatarán recomendaciones que, según ellos, frenarían su ímpetu comunicativo.
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