Hato Viejo, a orilla de una ciénaga y con redes domiciliarias, no tiene agua potable

Por años, los Presidentes de la República han anunciado el giro de miles de millones de pesos para acueductos en el país, dineros que han recibido gobernadores y alcaldes, empero hay pueblos que pese a esas inversiones y a estar a orillas de ciénagas y ríos caudalosos no tienen agua potable.
Es el caso de Hato Viejo, el más poblado de los cuatro corregimientos de Calamar, Bolívar: está a orilla de la Ciénaga del Jobo, de más de 2.000 hectáreas de espejo de agua que sepultan la mitad de esta población cuando hay inundaciones; se encuentra a 6 kilómetros del Canal del Dique y a 15 del río Magdalena, pero sus más de 8.000 habitantes, cientos de ellos retornados de Venezuela, deben abastecerse del agua contaminada de la ciénaga.
Tan paradójico como lo anterior es que, hace cerca de 10 años, a los hatoviejeros les instalaron las redes domiciliarias del que sería el acueducto que les iba a “mejorar la calidad de vida”, como se los prometieron en aquel entonces, pero hoy siguen sedientos.
“Mire, vea la porquería de agua que nos estamos tomando aquí en esta comunidad”, dice, visiblemente molesta, Mábel Cardona. En el patio de su casa, bajo el abrasante sol, de una tina grande de cemento la delgada mujer saca, con un pequeño balde, el agua fangosa que le compra a pimpineros que se ganan la vida llevando en carretillas el agua sucia que sacan de Jobo, donde además de bañarse la gente y de lavar la ropa, bañan los caballos y burros, lavan los buses y camiones que hacen viajes a Cartagena y Barranquilla y se revuelcan, en el fango, los flacuchentos cerdos zungos domésticos que deambulan por todos lados.
A pocas cuadras de la casa de Cardona, en momentos en que observaba a dos adolescentes que surtían con el agua turbia la tina de cemento que por años les ha servido de aljibe, Inés Orozco, parada junto a una pared de bahareque deteriorada y cuarteada, explica que su familia paga a 500 o 600 pesos. “¿Cuánto nos gastamos…? Pues, si uno compra seis pimpinas diariamente, lo que se incrementa cuando nos toca lavar la ropa, nos gastamos más de 90.000 al mes”, calcula Orozco.
“¡Imagínese, eso es mucha plata en este pueblo, donde la mayoría de las familias somos pobres!”, exclama.
A esos gastos las familias hatoviejeras deben agregarle el cloro que compran en las tiendas para “aclarar el agua” y el alumbre que usan para “eliminar la tierra”.
“Cuando no hay agua de lluvia almacenada en las casas, la gente tiene que beberse la de la ciénaga o usarla para preparar los alimentos. Algunos la hierven en fogones de leña, porque si no se les encarece el servicio de gas; otros se la beben así”, comenta Edgardo Sequea.
Pese a ser un corregimiento de Calamar, Hato Viejo está conectado al acueducto de un municipio diferente: Arroyohondo.
Esta situación es cuestionada, de manera generalizada, por los hatoviejeros. Consideran que los alcaldes de Calamar, incluido el actual Yesid Jassir Vergara, “poco o nada” han hecho para que Arroyohondo, desde el tanque de almacenamiento de La Rusia, un sitio enmontado que más parece un potrero que un acueducto, “nos respete y nos dé el servicio de agua que a diario necesitamos”.
“Aquí solo vienen a buscar votos en cada elección, a engañarnos con promesas; ya están merodeando por las elecciones del año entrante”, agregan.
Otros cuestionamientos recaen sobre Aguas de Bolívar y el gobernador Dumek Turbay. Con base en mensajes institucionales publicados en la red social Instagram, los pobladores señalan que el mandatario departamental “tampoco ha cumplido”. Desde enero les prometió que tendrían agua potable permanente, sin embargo nueve meses después los hatoviejeros continúan sedientos.
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