A gritos los wayúu del desierto colombiano piden agua


En medio de un calor seco y bajo un sol que no da tregua, abanicada solo por ráfagas de viento que levantan el polvo ocre y denso del desierto de La Guajira, la población wayúu trata desesperada de conseguir lo que el cielo y las explotaciones mineras de sus tierras le han quitado: el agua.
Cerca de 280.000 wayúus viven en este departamento colombiano limítrofe con Venezuela, rico en recursos naturales y con un potencial enorme de energías renovables, pero al que la sequía que trajo consigo el fenómeno El Niño ha mortificado hasta el punto de haber pasado varios años sin ver caer una sola gota de lluvia.
Y no solo: los indígenas se quejan de que los proyectos minero-energéticos y las explotaciones del subsuelo, lleno de hidrocarburos y minerales, han secado y contaminado sus tierras y sus ríos, que ya no dan para más.
Son las mujeres las encargadas de ir a buscar agua cuando no están atendiendo a los niños o tejiendo sus famosas mochilas. Lo hacen por los distintos pozos artesanales y jagüeys desperdigados por esta zona; a veces van a pie y otras en burro, cargadas con los cántaros con los que, con suerte, logran recoger un agua amarillenta y fangosa.
Cuando lo que encuentran es un trozo de tierra agrietada, toca seguir el camino hasta dar con el preciado líquido. A veces lo consiguen, otras muchas no.
Por mucho que se esfuercen, además, el agua que hallan no es apta para el consumo humano, ni siquiera animal; sus cultivos se secan y sus chivos mueren de sed, para que sea otro de sus grandes males el que cierre el círculo: la desnutrición, que ataca con especial crueldad a los más pequeños.
"Han muerto muchos niños, sobrinos, nietos, hijos; el agua que consumimos acá es amarilla, de barro, y los pequeños no resisten ese agua contaminada", lamenta en wayuunaiki Molochon Epinayu, autoridad de la comunidad de Orropsco.
Allí, una vez al mes hace parada -aunque se quejan de que no siempre es así- un camión cisterna cargado con 9.000 litros de agua que traspasa a enormes bidones de entre 500 y 1000 litros cada uno para distintas familias y que, en los mejores casos, alcanza para dos litros y medio por persona al día.
Pero otras comunidades mucho más apartadas no tienen ni siquiera ese alivio; a algunas de ellas, la Fundación Caminos de Identidad (Fucai), socio local de la ONG española Manos Unidas, les facilita tabletas potabilizadoras que convierten, como por arte de magia, el agua embarrada y plagada de parásitos y heces de animales, en líquido transparente. Tan solo hay que mezclar, remover unos minutos y filtrar para calmar la sed.
Se ha probado a desalinizar el agua del mar, con el resultado de que "ni los chivos se la beben porque está muy salada", lamenta la subdirectora de Fucai, Ruth Consuelo Chaparro, que lleva 28 años trabajando en esta región por los derechos de los indígenas de 33 comunidades.
"Necesitan agua, pero el agua se la consumen las minas para los países desarrollados", añade Chaparro en referencia al cercano yacimiento minero explotado por el Cerrejón -el más grande a cielo abierto del mundo-, que "consume millones de litros al día" para el desempeño de su actividad.
El problema del agua, añade la líder wayúu Matilde López, es "la atrocidad más grande, aún peor que la guerra, porque morir de hambre y morir de sed es la peor forma de morir y la peor forma de hacer sufrir a alguien".
Un problema que se agrava cuando hay que vivir o estudiar entre muros prefabricados y bajo un techo de uralita, como sucede en las viviendas y escuelas que ha construido el Gobierno en algunas de estas comunidades; allí dentro, los más de 40 grados del exterior se multiplican y hacen difícil el mero hecho de respirar.
Aunque indígenas como Antonio Arpushana lo tienen algo más fácil gracias a la vivienda que Fucai ha construido para su familia aprovechando las corrientes de aire para aliviar el calor despiadado de la región. "Es como tener aire acondicionado en el desierto", resume agradecido la autoridad de la comunidad de Patsuain.
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